Recuperando, como resorte de argumentación, la pregunta que antes proponíamos -¿a qué romperse la cabeza si todo es bueno?-, aún hay quien, entre los programadores de temporadas de conciertos o de ópera, o entre los –más bien escasos- responsables de espacios divulgativos en los medios de comunicación audiovisual, sale del paso sólo a medias, e interesadamente. Tal es el punto de vista conservador. ¿Romperse la cabeza? Lo justo para comprender que no todas las buenas músicas merecen difusión semejante. O lo que es lo mismo: nada de nombres raros –salvo los que se limiten a repetir las fórmulas características de los nombres célebres-; nada de heterodoxias y, por supuesto, nada de disonancias, juegos rítmicos y demás “moderneces”. Bach, Mozart, Beethoven; Mozart, Beethoven, Bach; Beethoven, Bach, Mozart… Previsible combinatoria a la que se añaden algunos nombres para completar un poco el panorama, y adelante. Así, un espléndido círculo acaba convirtiéndose en vicioso de la manera más absurda. ¿Acaso la música de los genios no sonó heterodoxa y moderna a sus respectivos contemporáneos? Ensimismados en la contemplación de los vuelos en redondo de sus polillas, estos conservadores, decididos a contaminar con sus propios prejuicios al mundillo cultural y a la sociedad entera, ni siquiera advierten que, de haber vivido en la época de Bach, Mozart o Beethoven, no sólo no habrían movido un dedo por divulgar su obra; bien al contrario, se habrían esforzado al máximo por hacerles la vida imposible.

En la línea opuesta, cada día son más, somos más los que, afortunadamente, nos rompemos la cabeza –por continuar con la anterior imagen- en pro de una divulgación musical inteligente. Nada mejor que la ausencia de prejuicios para comprender que el esfuerzo de difusión ha de dirigirse a todos los públicos, sin excepciones, pues el tesoro sonoro que tenemos entre manos ha de ser disfrutado por toda la sociedad. No hay públicos más predispuestos que otros a la audición de música clásica, en absoluto. Sí los hay más inclinados, naturalmente, a compartir una determinada visión, clasista y cerrada, de la música culta, y ése es el error en el que lamentablemente incurre la labor divulgativa de corte conservador. Lo que en definitiva debe intentarse es hacer atractiva la música clásica a todo el que desee acercarse a ella –incluso a los escépticos y remisos a priori-, y ello a través de una oferta lo más plural posible mediante la cual se propicie un abierto diálogo entre las diferentes épocas, los diferentes estilos, las diferentes sensibilidades. En esta tarea innovadora de difusión, los grandes clásicos –los Bach, Mozart, Beethoven a los que antes citábamos- han de seguir teniendo lógico protagonismo, pero sin olvidar una presencia complementaria y constante de los clásicos modernos y de la música contemporánea. Fijémonos por un momento en los jóvenes para ponderar su interés –verdadero, destacado y perfectamente verificable- por las manifestaciones vanguardistas en música, más allá de lo popular o comercial. La gente joven, de acuerdo con su edad, demanda sonidos nuevos e impactantes, emociones fuertes; así ha de ser, y por eso ganaremos más melómanos entre ellos programando la “Suite escita” de Prokofiev una sola vez que la mozartiana Sinfonía “Júpiter” cincuenta. Y no pasa nada: con el tiempo acabarán amando perdidamente la música de Mozart, incluso en mayor medida que la de Prokofiev. Pero serán las obras más explícitamente intensas, “viscerales”, rompedoras –desde ciertas músicas programáticas del Romanticismo hasta la vanguardia experimental-, las que en el futuro harán de ellos bachianos, mozartianos y beethovenianos de bandera.
Evitar el anquilosamiento, frecuentar la innovación: tal es la mejor receta para ponerse en la senda de una divulgación musical inteligente y eficaz. Sólo siendo consciente del panorama completo y auténtico que ofrece la llamada “música clásica” podrá comprenderse el rostro proteico del melómano, las enormes posibilidades de difusión que ante nosotros se abren. No hay una sola clase de melómanos: hay muchas; y ni siquiera existen melómanos de una pieza, inmutables en sus gustos a lo largo de la vida. Se trata, pues, de construir una plural filarmonía sobre las bases del rigor y la probada excelencia; de que las puertas de la gran música estén abiertas siempre para todos.
(Artículo publicado en el número correspondiente al mes de enero de 2007 de "La Gaceta Cultural de Rivas", en Rivas-Vaciamadrid.)