Recientemente pude escucharle al gran musicógrafo José Luis Téllez (Madrid, 1944), toda una referencia en el ámbito de la divulgación musical de este país, ciertas palabras luminosas a propósito de su objeto de estudio -el mismo que nutrirá, por cierto y a partir de ahora, esta sección de El Ballet de las Palabras-. Con su acostumbrada y vigorizante pasión discursiva, Téllez afirmaba que el elemento sustancial de la música "no es el sonido: es el tiempo"; de ahí su capacidad radical para emocionarnos, pues el ser humano, en último extremo, no está hecho sino "de un presente que se escapa, de una memoria, y de una memoria anticipada que es un futuro que nosotros desconocemos, pero que existe ya". Así, sostenía Téllez al cabo, la música se postularía como "el hilo de Ariadna que ayuda, siquiera metafóricamente, a afrontar ese recorrido absolutamente enigmático y profundamente conturbador que es nuestra propia existencia".
"Palabra en el tiempo", pues, también la música, parafraseando y corrigiendo incluso a don Antonio Machado en aquel breve poema: "Ni mármol duro y eterno, / ni música ni pintura..." Lejos de una influencia exclusiva y meramente rítmica, la poesía se investiría, sí, de un grado de abstracción, de esa ambición polisémica tan propia del arte del sonido; sólo que palabra y poesía, sonido y música, dan misterioso testimonio del drama último de la condición humana: lo efímero de su individualidad frente a las largas barbas del Padre Tiempo, con su edad infinita y, peor aún, su carácter inescrutable y hosco.
La llamada "música clásica", entendida históricamente, plantea la paradoja quizá más extrema y fértil que quepa imaginar: desde la universalidad de su lenguaje, desde una abstracción paradigmática preñada de significado y emoción, sobre el mismo filo de la muerte, la música se muestra capaz de desafiar a su propia metafísica, y trascender así el latido del tiempo con el corazón múltiple de sus creaciones imperecederas. La gran música transforma el inherente drama de la humanidad en la afirmación más rotunda frente al fin. Porque la belleza no sólo nos sobrevive: está hecha afanosamente con el aire que entendimos. Con el tiempo y contra el tiempo. Y perdura porque nos canta.
Artículo publicado en el número 4 de la revista cultural digital "El Ballet de las Palabras" (julio de 2014).
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