Siempre recordaré la primera impresión que me causó Leonard Bernstein en mis años de adolescencia. Durante uno de sus míticos Conciertos para jóvenes con la Orquesta Filarmónica de Nueva York, el impetuoso "Lenny" se sentaba al piano por sorpresa, y para demostrar a los fascinados espectadores todo el calado emocional de la música de Piotr Ilich Chaikovski, interpretaba cierta progresión memorable de la "Cuarta Sinfonía" del compositor ruso añadiéndole una improvisada letra que él mismo cantaba con formidable pasión: "I want it" ("Lo quiero"). Confieso que quedé estupefacto ante el televisor, petrificado en el sillón de la casa familiar y, al mismo tiempo, galvanizado por un fecundo escalofrío; confieso que ningún profesor de música de cuantos había tenido hasta entonces había suscitado en mi alma nada semejante. Muy pronto descubrí que tal fabuloso divulgador cuyo ejemplo ya me acompañaría siempre; que el responsable durante catorce años -de 1958 a 1972- de aquella célebre serie televisiva para la formación de nuevos filarmónicos, era también uno de los músicos más completos, poliédricos y excelsos del siglo XX. El pasado 14 de octubre de 2015 se cumplieron exactamente 25 años desde el fallecimiento del gran Leonard, artista irrepetible: la musicalidad misma.
Qué innato don para hacer música, para ser música, el de este norteamericano de origen judío, nacido en Lawrence, Massachusetts, en 1918, y desaparecido en Nueva York algo prematuramente, en 1990, apenas rebasados los 72 años de edad. Sobresaliente pianista, fue la dirección de orquesta, sin embargo, su ámbito natural de acción: allí donde toda su sensibilidad encontraba la celebración del movimiento, el silencioso clamor de un cuerpo en tensión máxima, en estado evocador constante. Bernstein no conocía límites en el podio. Su gestualidad era inagotable e indomeñable; ora sedosa, ora ígnea; abrumadora en ocasiones pero siempre al servicio de cada inflexión, de cada "incidencia" de la música, por decirlo de una manera afín al discurso dramático -lo cual no le habría disgustado en absoluto-. El repertorio del Clasicismo movía su espíritu hacia la frescura y la limpidez -singularmente en Mozart-, e incluso lo instalaba en la simplicidad y el buen humor -notoriamente en el sinfonismo de Haydn-. Pero los dominios del director estadounidense se extendían por el Romanticismo pleno, o mejor aún, por sus anchas postrimerías, como lo demuestran sus magistrales interpretaciones de las sinfonías de Jean Sibelius o de Gustav Mahler. Bernstein completó, para la historia de la fonografía, el ciclo mahleriano con tres orquestas diferentes: la del Concertgebouw de Ámsterdam, su Filarmónica de Nueva York -con la que mantuvo un vínculo de casi cincuenta años- y la Filarmónica de Viena, la orquesta con la que mejor trabajó durante el último tramo de su vida. El Mahler de Bernstein resulta el epítome perfecto de todo este universo interpretativo, tan rico y glorioso. La pasión desbordada se convierte a cada instante en discurso sonoro lleno de nervio y fibra, de manera que el virtuosismo orquestal queda supeditado a una concepción superior que bebe, a partes iguales, de puras pervivencias románticas y un moderno sentido del espectáculo. Arte admirablemente comunicativo, en definitiva. Incluso uno de los críticos menos favorables al músico norteamericano, Hans-Klaus Jungheinrich, no pudo dejar de señalar "su musicalidad siempre ardiente, siempre impulsiva y penetrante, que nunca desfallece".
Leonard Bernstein, además, fue un interesantísimo compositor a caballo entre el entretenimiento y lo solemne. Irregular, por supuesto: ¿cómo no haberlo sido en el afán de integrar referencias tan dispares como el post-romanticismo, la atonalidad, el "jazz sinfónico" o el estilo de las comedias de Broadway? Y, sin embargo, de su catálogo provienen obras maestras tales como su "Segunda Sinfonía", basada en versos de W. H. Auden, La edad de la ansiedad; la opereta Candide, con su prodigiosa obertura; por supuesto su celebérrimo musical West Side Story, moderna recreación norteamericana del Romeo y Julieta shakespeariano -¡imposible olvidar canciones como "Tonight", "América" o "María"!-; y por supuesto también, a pesar de tratarse de un trabajo mucho menos conocido, "su única banda sonora para un filme no musical", según ha recordado muy oportunamente Roberto Cueto: su formidable partitura para la película de 1954 La ley del silencio (On the waterfront), de Elia Kazan. Heterogénea lista de composiciones que cuadra a la perfección con un personaje tan polifacético como su propio autor. Caducos ya los prejuicios contra la versatilidad y la extroversión en el ámbito de la música clásica, el genio de Leonard Bernstein se antoja visionario y erudito en una sociedad del espectáculo como la nuestra. La posteridad, con sumo gusto, ya le ha acogido en su gloria.
Artículo publicado en el número 10 de la revista cultural digital "El Ballet de las Palabras" (enero de 2016).
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